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  Todos los cristianos somos sacerdotes: por el bautismo participamos del sacerdocio de Jesucristo. Nuestra misión es colaborar con Jesucristo, para que su salvación llegue "hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8). Con él y como él, somos puentes entre Dios y la humanidad; esto exige total pertenencia a Dios y la solidaridad con lo humano. Y, al igual que Jesús, tenemos que pagar en carne propia el precio de la mediación.

   Impulsados por el Espíritu Santo realizamos nuestra misión sacerdotal: ofrecemos a Jesús al Padre y nos ofrecemos juntamente con él (LG 11), anunciamos el evangelio, hacemos presente el Reino y entregamos la vida por los demás. 

   Como sacerdotes de nosotros depende que la salvación de Jesucristo llegue "a toda la creación" (Mc 16, 15) y que la alabanza y la acción de gracias de todas las criaturas llegue a la Trinidad.

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  Cuando hablamos de "jóvenes", nos referimos, en realidad a una pluralidad de mundos juveniles diferentes. Las diferencias existen entre un país y otro; pero también al interno de un país e incluso de una ciudad.

   Los jóvene de hoy son distintos a los del pasado, y los jóvenes del futuro serán distintos  a los de hoy.

  Un Sínodo sobre los jóvenes atañe principalmente a los jóvenes; ¿qué dicen los jóvenes de sí mismos?¿qué le dicen a la Iglesia y a la sociedad? pero, también atañe a los adultos: ¿cómo acompañar a los jóvenes para que se encuentren con el Jesucristo y acojan la llamada al amor y a la vida en plenitud?

  

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   En ocasiones escuchamos decir que los jóvenes de hoy no tienen fe. Esto es falso. no todos creen, pero muchos sí, y se manifiestan como cristianos y participan de la vida eclesial. Otros, aunque desconozcan la doctrina cristiana buscan a Jesucristo sinceramente. Y otros, aunque sean contrarios a la religión y a la Iglesia, actúan de manera solidaria ante las necesidades ajenas; podríamos poner en sus labios estas palabras: "por mis obras te mostraré mi fe" (St 2, 18).

   Por otra parte, si muchos jóvenes de hoy no creen, se debe, en gran medida, a que los adultos no supimos o no quisimos transmitirles el tesoro de la fe, y los dejamos en su ignorancia y su pobreza navegando a la deriva.

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   El discernimiento vocacional es un proceso de fe, no solo de la razón, menos aún de un cálculo egoísta. La pregunta clave no es: "¿Qué quiero ser?, ¿A qué quiero dedicarme?, ¿En donde puedo desarrollarme más?", sino la que Pablo de Tarso le hizo a Jesucristo en el camino de Damasco: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22, 10). 

   Dios nos responde no de forma evidente,  sino por medio de signos exteriores  y de luces o de mociones interiores; por eso es indispensable el discernimiento. 

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   Si en los número anteriores hablamos de los jóvenes, en este número hablaremos de los niños en el sentido cronológico; es decir, de los seres humanos menores de dieciséis años. A ellos se refirió Jesús cuando dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mi" (Mc 10, 14).  De manera indirecta hablaremos también de los "niños" en sentido evangélico, como cuando Jesús nos pidió hacernos "como niños" (Mt 18, 3); es decir, persona sin malicia, hipocresía o avaricia.

   Si queremos que la sociedad del futuro sea más justa, solidaria y alegre; si queremos que los adultos del mañana conozcan a Jesucristo y vivan el Evangelio, invirtamos nuestros mejores recursos en la formación humana y cristiana de los niños, en especial durante los primeros años de la vida.

  Este es el reto que tenemos los padres de familia, educadores, catequistas, y agentes de pastoral: esto es lo que Dios espera de nosotros.

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   En este número hablaremos de los adultos: personas entre treinta y sesentaicuatro años que -se supone- han superado las carencias de la adolescencia, tienen un cierto grado de desarrollo, mas no las limitaciones de la ancianidad: sujetos con experiencia y vitalidad, con historia y futuro. Son autónomos, capaces de asumir compromisos en la sociedad y en la Iglesia, en la familia y en el trabajo. El adulto es -debiera ser- digno de confianza; capaz de soledad y comunión. 

  Aunque hay muchos adultos cristianos, pocos de ellos son cristianos adultos. La mayoría, si acaso, tiene la fe de la primera comunión o del grupo juvenil.

  El cristiano adulto busca a Dios, sigue a Jesucristo, es dócil al Espíritu Santo, se alimenta de la Palabra de Dios, participa de la comunidad eclesial, carga su cruz, anuncia el evangelio con la palabra y con la vida: es humilde, servicial y perseverante.

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   En la tercera edad -de los sesentaicinco años en adelante- se van haciendo evidentes las limitaciones físicas y, a veces, también las mentales; las enfermedades son más frecuentes. La actividad laboral y la relación con los demás se van reduciendo. Aparece la amenaza constante de la depresión. 

   Es un tiempo que pone a prueba la creatividad, el esfuerzo y la esperanza; es también tiempo de cosechar lo que se sembró y todavía es oportunidad de crecimiento humano y espiritual y de vivir una relación serena y profunda con Dios. 

  Los adultos mayores aportan a la sociedad y a la Iglesia la sabiduría y el testimonio, así como el sentido de la historia y de la trascendencia. 

   Finalmente la tercera edad termina con la muerte, que muchos se resisten a aceptar; preferirían que ni se hablara de ella. Una tarea importante de esta etapa es prepararnos para el encuentro definitivo con Dios.

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   Concepción Cabrera fue laica. Vivió en la sociedad como soltera, esposa, madre de familia y viuda; realizó su misión en favor de la Iglesia, en especial de los sacerdotes y de la Obras de la Cruz. El papa Francisco  la  beatificó el 4 de mayo de 2019, proponiéndola así como ejemplo a seguir para todo miembro del Pueblo sacerdotal, de cualquier condición o nacionalidad.

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   El diálogo es una conversación entre dos o más personas, donde se da alternancia entre hablar y escuchar. Aunque el diálogo puede tener varias características es fundamental que todos los interlocutores sean respetuosos y pacientes; pero, por el contrario, muchos de nuestros intercambios de palabras están lejos de ser diálogos. Sin embargo la Biblia nos conmina a "que sus conversaciones sean cordiales y agradables, a fin de que ustedes  tengan respuesta adecuada para cada persona" (Col 4, 6).

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   Somos sujetos corporeos, espíritus encarnados. El cuerpo no es cárcel del alma, sino la posibilidad de nuestra existencia en el mundo, la primera y más espontánea expresión de lo que somos. 

   Si cambia mi cuerpo (por una enfermedad, por un accidente, por la edad, por cirugías, etc.) también cambia mi autoimagen y cambio yo. 

  En toda relación humana el cuerpo tiene un papel imprescindible. No es solamente un encuentro de ideas sino de personas.

  También en nuestra relación con Dios el cuerpo es esencial. Dios se comunica con nosotros, y no solo con nuestra alma. Por eso "se hizo carne" (Jn 1, 14). "Lo hemos tocado con nuestras propias manos" (Jn 1,1), dirá asombrado San Juan. 

  Un día moriremos; nuestro cuerpo será enterrado o cremado, Y resucitaremos.  

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    Nuestro Dios, que es Trinidad, comunidad de vida, amor y amistad entre las tres personas, al crear al hombre no quiso que éste estuviera solo. A su vez Jesús, para realizar la misión que el Padre le ha confiado, constituye la comunidad de "los Doce" (Mc 3,16). Y el Espíritu Santo, sirviéndose de la comunidad cristiana, lleva adelante la misión evangelizadora comenzada por Jesús.

    Formamos parte de diversas comunidades: la familia, la pareja matrimonial, los amigos, el grupo cristiano... El cielo es la comunidad de comunidades, la familia de los hijos de Dios.

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  «Por espiritualidad […] se entiende no una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo» (papa Juan Pablo II).  Con esta idea abordaremos los seis números de esta revista del año 2021, que girarán en torno al tema: La espiritualidad hoy.

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